sábado, 17 de marzo de 2012

MICHAEL CORLEONE

" Nunca odies a tu enemigo, el odio enceguece, conspira contra la eficacia. No odies, si quieres vencer." Michael Corleone (Al Pacino) parafraseando a Nicolo Maquiavelo en The Godfather III, a su ahijado y potencial sucesor personificado por Andy Garcia.

Tomado de El ruido de las nueces  blog del programa de Francisco Jose Bessone  Radio del Plata Rosario

viernes, 16 de marzo de 2012

MUDA

Sobre el tamaño testicular adecuado
Por Juan Forn
Habrá quienes recuerden el festejo de Novak Djokovic cuando ganó, con el último suspiro, una final tremenda contra Nadal en el Abierto de Australia de principios de este año: ambos jugadores estaban agotados después de seis maratónicas horas de partido, Djokovic parecía aun más exhausto que Nadal, pero cuando ganó el último punto se puso a gritar como un poseso y se arrancó en jirones la remera como si se abriera el pecho, para ofrendar esos jirones de remera y corazón a la pequeña hueste de fanáticos serbios que festejaba desde las tribunas en forma tan energúmena como él (después, dejó más de media hora esperando a su novia y a las cámaras de TV a la salida del vestuario, mientras se oían desde adentro inequívocos sonidos de destrucción de las instalaciones y alaridos de triunfo proferidos por el flamante campeón y su pandilla).
La palabra serbia para cojones (muda) es la misma que para decir sabio. Por eso, cuando en serbio dicen que un escritor es muda están diciendo que su talento lo convierte en una criatura especial, un centauro de dos patas con torso humano y cojones de padrillo, si me perdonan el símil, que no es mío sino de Danilo Kis, un formidable escritor serbio que los serbios, cuando eran yugoslavos, no querían nada, porque era hijo de judío húngaro y madre montenegrina y porque se había salvado de ser enviado a Auschwitz y había sobrevivido a la masacre de Novi Sad y en el camino había aprendido a leer en alemán y en ruso y en francés y tenía el tupé de creerse ciudadano del gran mundo en lugar de la Yugoslavia comunista. Y de algo aún peor: de creer que mejor que escribir con los cojones era escribir con el miedo. Con los huevos en la morsa, para seguir con el símil.
La historia fue así. El joven Kis flipó cuando leyó la Historia universal de la infamia, de Borges. Le fascinó el mecanismo y le exasperó el título, y le quiso contestar como el propio Borges decía que se contesta (“Todo libro que no genera su contralibro no tiene razón de existir”). Kis quiso hacer ese contralibro, y que la infamia que retratara no fuese la de meros individuos, sino a máxima escala, como retrato del siglo: ya había escrito en su primer libro sobre los lager (a partir de la historia de su padre, que fue enviado a Auschwitz y volvió vivo, pero loco, y murió de pena poco después), quedaba el gulag. O el epicentro del gulag: la historia del Komintern, esos extranjeros que amaron tanto la revolución que dejaron todo por ella, y la revolución se los devoró. Contando la historia de siete anónimos “buenos bolcheviques” de distintas nacionalidades (irlandeses, españoles, alemanes, ucranianos, polacos) que terminaban fusilados o en Siberia, Kis contaba la historia más triste de este siglo: las aciagas consecuencias de esa enorme esperanza llamada revolución.
Cómo no iba a armar escándalo un libro así, en la Yugoslavia de 1977. Kis había usado los documentos de época tal como Borges usaba las enciclopedias: copió, deformó, sacó relatos de meros datos y descripciones y les dio asombrosa vida. Tanta vida que la cúpula de la Unión de Escritores de su país le exigió que revelara las fuentes, como si se tratara de un libro de denuncia histórica, y cuando él explicó su procedimiento (“Existe un escritor llamado Borges. Existe un escritor llamado Kafka”), lo acusaron de plagio (“Copia escritores decadentes de Occidente, pretende infectar nuestra literatura de sustancias perniciosas”), de cobardía esencial (por judío, por cosmopolita, por pesimista), es decir, de carecer de la proverbial testicularidad que debía tener todo escritor serbio.
Kis contestó la catarata de invectivas (fue una verdadera caza de brujas desde todas las revistas y secciones literarias de los diarios de Belgrado y Sarajevo) con un librito llamado La lección de anatomía, que según confesaba en la primera página le resultaba el más antinatural de sus libros porque lo que se esperaba de él era que pusiese su Boris Davidovich en la mesa de disección y procediera a destriparlo, explicando qué era cada víscera, tal como hacía el doctor Tulp en el famoso cuadro de Rembrandt de ese título. “Si engañar al lector es hacerle creer lo que está leyendo, es imperdonable que se me pida que lo desengañe”, decía Kis. Y procedía a desarmar con infinita tristeza a los ojos del lector aquel artefacto que tanto se había esmerado en armar, mostrando qué función cumplía cada pieza, creyéndose un mago que decepcionaba a su audiencia revelando cómo funcionaban sus trucos, cuando en realidad estaba ofreciendo una lección magistral de literatura.
En su momento supremo decía: “Aprendí de Borges, además del cruce de información real y seca de enciclopedias con la táctica de contarlo como un cuento, el elemento lírico enmascarado: aspirar a hacer poesía muy silenciosamente con esa táctica. El lirismo suele ser fatal para la prosa, y digamos que yo escribo a máquina para evitar el temblor de la mano, metafóricamente hablando. Pero yo quería ser poeta, me preparé toda la vida para eso, así que cuando descubrí que lo que tenía para decir era en prosa, intenté que mi prosa tuviera al menos algo que tiene la poesía: ser siempre sobre la persona que la está leyendo o escuchando”. Y lo más formidable venía a continuación, cuando explicaba qué era aquello que lograba tal vínculo con el lector: “Sería el último en negar que mi visión del mundo es pesimista y creo que eso aparece en mi libro: debajo del tono literario, el lector siente el miedo. Ese miedo que han sentido aquéllos como yo a lo largo de sus vidas”.
En el último de los episodios de su Boris Davidovich, Kis contaba la historia del camarada Darmolatov, un poeta cuyo pánico a caer en alguna de las purgas políticas le produce una elefantiasis genital que desemboca en su muerte, y cuyos testículos en formol, “del tamaño de las calabazas más grandes de los koljós”, fotografiados para las enciclopedias médicas, enseñan a los escritores “que para escribir no basta con tener cojones grandes”. Esa era la última frase de su Boris Davidovich. En La lección de anatomía hacía lo mismo. Esperaba hasta el final y ahí decía: “La historia del infortunado Darmalatov es una fábula y, como tal, lleva dentro la moraleja de todo el libro. Sólo puedo añadir a eso que los escritores que me gustan son los que prefieren ser hombres a centauros de dos patas con gigantismo genital”.

lunes, 12 de marzo de 2012

BLA BLA BLA

Por Luciano Trangoni
- ¿Dónde le duele? --dice el médico.
- Acá --dice el paciente, y se lleva una mano al corazón.
- Ahá --dice el médico, y presiona con dos dedos--. ¿Y acá?
- Ahí también --se queja el paciente.
- Ahá --dice el médico--. ¿Y acá? ¿También le duele?
- Sí --dice el paciente--: duele.
Mi padre es trasladado en ambulancia al sanatorio de calle San Juan, donde aseguran que no hay bla bla bla, una sucia cama bla bla bla, y que se debe al nuevo bla bla bla que acaba de entrar en vigencia.
- Quiero una atención digna para mi padre --explico en Admisión.
- Es el sistema --me dicen.
- ¿Y entonces? --digo yo.
- Bla bla bla --me dicen.
Mi padre, mientras tanto, se ha sentado en una de las camillas de la guardia. Y allí respira o intenta respirar hasta que, seis horas más tarde, lo llevan a una habitación.
Allí queda mi viejo, boqueando, hasta que siete horas más tarde, una médica clínica se acerca a la habitación y lo mira de lejos.
- Esto no puede ser --le digo.
- Esto sí puede ser --dice la doctora--, lo que sucede es bla bla bla.
- Entonces --digo yo--, ahora mismo saco de acá a mi padre y lo llevo a otro sanatorio.
- Eso no va a poder ser, señor --dice la doctora--, porque bla bla bla.
- Perdonemé --le digo--: ¿Esto es un sanatorio o una ferretería?
- Bla bla bla --me responde.
- ¿Y a qué hora llega el neumonólogo? --le pregunto a la doctora.
- Eso aún no lo sabemos, señor --me dice--. En este momento está de vacaciones.
- Ahá --le digo--. ¿Y mientras tanto?
- Bla bla bla --dice la doctora--. Por ahora mucho bla bla bla.
En fin.
Nos ofrecen una habitación privada. Setecientos pesos la noche.
En cuanto deposito el importe llevan a mi padre a una habitación con flores en la mesita de luz y frigobar, pero sin asistencia médica.
La doctora regresa seis horas más tarde para ver a mi padre.
- ¿Cuál es el próximo paso? --le pregunto.
- Hay que esperar el bla bla bla --dice la doctora, y bosteza.
- Y digamé --digo yo--: ¿Cómo hacen los que están fuera del sistema, los que no pueden trabajar y no tienen siquiera obra social?
- ¿Cómo hacen qué? --dice la doctora.
- Cómo hacen para mantenerse con vida. Cómo hacen para no morir abandonados a las enfermedades --le digo--. El hombre del carro, por ejemplo, el hombre del carro está trabajando y no tiene descanso. Alimenta a su caballo por la mañana y sale a trabajar sin descanso. El hombre del carro no tiene educación formal y tampoco tiene jefe, pero qué ironía, tampoco tiene trabajo estable ni obra social. ¿Y quién lo cuida, entonces? ¿Quién lo asiste?
- Bla bla bla --me dice.
- Eso lo entiendo --le digo.
- Yo --me dice--, bla bla bla.
- Eso también lo entiendo --alcanzo a decirle antes de verla de espaldas.
Dejo a mi padre en su habitación y regreso a casa a darme un baño, y mientras el agua cae en pequeñas gotas sobre mi cabeza, yo pienso, ignoro por qué, en aquella doctora más joven que yo, y en mis pensamientos la imagino con el entusiasmo y la soberbia propios de los estudiantes, pero sobre todo en la soberbia de los estudiantes, y pienso: nos morimos por tener un jefe. Estudiamos para tener un jefe. Nos preparamos a lo largo de nuestras vidas para tener un jefe. Soportamos humillaciones para reverenciar a un jefe sin rostro. Nos autoflagelamos por un jefe sin rostro. Y todo para estar cómodos, tranquilos. Quizás porque se trate de la única tranquilidad que el sistema nos ofrece. No hay otra tranquilidad. No hay otro bienestar que éste, el establecido. La garantía y seguridad de ser un esclavo fiel, un esclavo útil y obediente. Aunque ser un esclavo también tiene su precio. Hasta para ser esclavo tienes que pagar, me decía. Hasta para ser esclavo tienes que prepararte a lo largo de tu vida, estudiar, especializarte en alguno de los eslabones de esta extensa cadena que nos ofrece el sistema.
Suena el timbre y me ato una toalla a la cintura. Es mi suegra que me devuelve a los chicos.
- Gracias --le digo. Y se va.
Los chicos encienden el televisor y minutos más tarde se corta la luz en todo el barrio. Los niños se asustan, lloran abrazados a mis piernas, me vuelven loco, y dónde está el encendedor y dónde está la linterna y dónde están las velas, si es que hay velas en la casa.
La temperatura va en aumento y marco el número de la E.P.E.
- No se preocupe --me dicen--. No se preocupe, que muy pronto bla bla bla. Recién dentro de seis años bla bla bla, señor.

jueves, 8 de marzo de 2012

EL BARÇA

Elogio de la sensibilidad
Por Fernando Signorini *
Según Albert Einstein, “muchas veces la imaginación es más importante que el conocimiento”. Sin querer ser irrespetuoso, se me ocurre sugerir que ambas, sin la indispensable compañía de la sensibilidad, pueden dar lugar a hechos horrorosos, como las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki nos lo recuerdan permanentemente... Cuando esta trilogía no es completa, la ecuación final muy difícilmente terminará por perpetuarse como un placentero recuerdo en la memoria –y el corazón– de los individuos.
Por ello me atrevo a imaginar que “la imaginación y el conocimiento son como un ave que, privada de las alas de la sensibilidad, se ve impedida de remontar el vuelo hacia cimas de grandeza”. Las cautivantes sinfonías con que en los últimos años nos ha deleitado el formidable juego del Barcelona son una acabada muestra de lo que pretendo exponer.
Cierto es que los once celestiales violines encargados de ejecutar a la perfección cada partitura poseen un virtuosismo muy difícil de igualar, pero la cerrada ovación con que el conmovido auditorio premia el final de cada función, como la de anoche, tiene un destinatario tan incuestionable como merecido. ¿Quién puede negar que el gran responsable de semejante puesta en escena es Pep? Suya es la idea, suyo el modo de transformarla en irrenunciable convicción, suya la elección de los intérpretes y la deliciosa armonía de sus acordes, como también el proverbial señorío ante esos dos grandes impostores, la victoria y la derrota...
Me consta que su obstinado modo de perseguir el conocimiento lo llevó a vaciar las bibliotecas de aquellos a quienes eligió como sus guías, más allá del lugar del mundo en que estuvieran. Consciente de que “quien sólo sabe de fútbol, ni de fútbol sabe”, se interesó por cultivar su espíritu abrevando en las generosas fuentes de los más conspicuos referentes de las distintas expresiones del arte. Descuento que ya por entonces, su imaginación comenzaba a vislumbrar un estilo capaz de parir tardes llenas de estruendosos ¡olé! y blancos pañuelos al viento, como espontánea reacción por la desbordante alegría generada.
Siempre supo que si sólo perseguía la victoria, nunca llegaría hasta el sol; ese objetivo únicamente sería posible si su obra solamente era derrotada en el resultado, nunca en el juego. El objetivo más preciado sería el de emocionar a través de una propuesta profundamente ligada tanto a la estética de los movimientos como a los innegociables principios éticos que su raza de jugador le exigía.
En algún punto, el fantástico estilo del mejor equipo de la historia tiene el valor de elevar nuestro espíritu hasta el paroxismo, tal como las más bellas coplas del Nano Serrat, los eternos poemas de Federico García Lorca, Pablo Neruda o Antonio Machado, o el mágico rasguido de las cuerdas de Paco de Lucía. Como cualquiera de ellos, posee conocimientos e imaginación como para dejar grabado su nombre en el bronce de la historia; como a cualquiera de ellos, las radiantes alas de su exquisita sensibilidad lo proyectarán más allá de ella, hasta posarlo directamente en el reino de la leyenda.
Por el íntimo regocijo con que maravillan mis sentidos, Pep y su endiablada pandilla pueden estar seguros de que –como aquéllos– “irán conmigo, mientras proyecte sombras mi cuerpo y quede a mi sandalia arena”.
P.D.: Adhiero con entusiasmo a las enfáticas y coincidentes declaraciones vertidas últimamente por muchos técnicos y jugadores compatriotas cuando, hartos por la lluvia de críticas recibidas debido a la insoportable vulgaridad de sus equipos, se despacharon con un desopilante “¡Quien quiera ver espectáculo, que vaya al teatro!”. Vale aclarar que el empleo de eufemismos es una costumbre muy arraigada entre noso-tros. Aunque algún malintencionado haya preferido entenderlo como un rencoroso “¡Terminen con el verso, lo único que importa es ganar de cualquier manera!”, no caben dudas de que la correcta interpretación de sus expresiones no es otra que un ine-quívoco: “¡Quien quiera ver espectáculo, que vaya a ver al Barça!”. Es que, ¿cómo haríamos para disfrutar de tanta belleza, si no existiera tanta fealdad?
* Ex preparador físico de Diego Maradona en Barcelona y de la Selección Argentina.